La vida es sueño - Cadencia final

"El mejor fin de fiesta barroca" en palabras de Menéndez Pidal, los últimos versos de La vida es sueño son el retorno al dilema descártico del segundo y tercer acto de la obra. Calderón lo expresa desgarradoramente desde la agonía cadente de un Segismundo que parece que ha encontrado su final feliz.
Calderón de la Barca,
La vida es sueño, III

SOLDADO 1º: Si así a quien no te ha servido
honras, ¿a mí, que fui causa
del alboroto del reino,
y de la torre en que estabas
te saqué, qué me darás?

SEGISMUNDO: La torre; y porque no salgas
de ella nunca, hasta morir
has de estar allí con guardas;
que el traidor no es menester
siendo la traición pasada.

BASILIO: Tu ingenio a todos admira.

ASTOLFO: ¡Qué condición tan mudada!

ROSAURA: ¡Qué discreto y qué prudente!

SEGISMUNDO: ¿Qué os admira? ¿Qué os espanta,
si fue mi maestro un sueño,
y estoy temiendo, en mis ansias,
que he de despertar y hallarme
otra vez en mi cerrada
prisión? Y cuando no sea,
el soñarlo sólo basta;
pues así llegué a saber
que toda la dicha humana,
en fin, pasa como sueño,
y quiero hoy aprovecharla
el tiempo que me durare,
pidiendo de nuestras faltas
perdón, pues de pechos nobles
es tan propio el perdonarlas.

Fons Bandusiae

Horacio recibió como regalo de Mecenas una villa en la Sabina para que, lejos de la ciudad, reanudara su trabajo. Junto a ella fluía una pequeña fuente, que habría de alcanzar renombre semejante al de la Fuente Castalia. El 12 de octubre del año 23 a.C. compuso este 'Carmen bucolicum' lamentando que en la festividad de las fontanelas se ensuciarían de la sangre de un cabritillo sacrificado las cristalinas aguas de la fontana.
Quintus Horatius Flaccus, Carmina, III, XIII

O fons Bandusiae, splendidior vitro,
dulci digne mero non sine floribus,
cras donaberis haedo,
cui frons turgida cornibus

primis et venerem et proelia destinat;
frustra: nam gelidos inficiet tibi
rubro sanguine rivos
lascivi suboles gregis.

te flagrantis atrox hora Caniculae
nescit tangere, tu frigus amabile
fessis vomere tauris
praebes et pecori vago.

fies nobilium tu quoque fontium
me dicente cavis inpositam ilicem
saxis, unde loquaces
lymphae desiliunt tuae.


O fuente Bandusia más clara que vidrio
y digna de un vino ceñido de flores,
mañana recibirás un cabrito
cuyos cuernos apenas despuntan,

frustrado retoño de raza lasciva,
que por destinado a amores y lides
teñirá con su sangre
tu corriente fresca.

La dura canícula no hiere tus aguas
y ofreces amena frescura a los toros
que regresan fatigados del yugo,
y a los erráticos rebaños.

Serás la más noble de todas las fuentes
porque yo he cantado la roca que se hunde
por las grutas de donde saltan
tus linfas sinfónicas.

Doña Perfecta y la descripción fática

A veces, un narrador en tercera persona, como el arquetípico realista Galdós, necesita convertirse en un fantasma que siga de cerca a su personaje. Olvidémonos del archiconocido descriptor que se halla en tantas y tantas novelas; aquí acompañamos al autor en su viaje al cuarto de doña Perfecta. Se trata, en fin, de una de las pocas descripciones fáticas de la literatura.
Benito Pérez Galdós: Doña Perfecta, XXXI

Ved con cuánta tranquilidad se consagra a la escritura la señora doña Perfecta. Penetrad en su cuarto, apesar de lo avanzado de la hora, y la sorprenderéis en grave tarea, compartido su espíritu entre la meditación y unas largas y concienzudas cartas que traza a ratos con segura pluma y correctos perfiles. Dale de lleno en el rostro y busto y manos la luz del quinqué, cuya pantalla deja en dulce penumbra el resto de la persona y la pieza casi toda. Parece una figura luminosa evocada por la imaginación en medio de las vagas sombras del miedo.

Es extraño que hasta ahora no hayamos hecho una afirmación muy importante, y es que Doña Perfecta era hermosa, mejor dicho, era todavía hermosa, conservando en su semblante rasgos de acabada belleza. La vida del campo, la falta absoluta de presunción, el no vestirse, el no acicalarse, el odio a las modas, el desprecio de las vanidades cortesanas eran causa de que su nativa hermosura no brillase o brillase muy poco. También la desmejoraba mucho la intensa amarillez de su rostro, indicando una fuerte constitución biliosa.

Negros y rasgados los ojos, fina y delicada la nariz, ancha y despejada la frente, todo observador la consideraba como acabado tipo de la humana figura: pero había en aquellas facciones cierta expresión de dureza y soberbia que era causa de antipatía. Así como otras personas, aun siendo feas, llaman, doña Perfecta despedía. Su mirar, aun acompañado de bondadosas palabras, ponía entre ella y las personas extrañas la infranqueable distancia de un respeto receloso; mas para las de casa, es decir, para sus deudos, parciales y allegados, tenía una singular atracción. Era maestra en dominar, y nadie la igualó en el arte de hablar el lenguaje que mejor cuadraba a cada oreja.

Su hechura biliosa, y el comercio excesivo con personas y cosas devotas, que exaltaban sin fruto ni objeto su imaginación, la habían envejecido prematuramente, y, siendo joven, no lo parecía. Podría decirse de ella que con sus hábitos y su sistema de vida se había labrado una corteza, un forro pétreo, insensible, encerrándose dentro como el caracol en su casa portátil. Doña Perfecta salía pocas veces de su concha.

[...] Ahora, en el momento presente de nuestra historia, la hallamos sentada junto al pupitre, que es el confidente único de sus planes y el depositario de sus cuentas numéricas con los aldeanos, y de sus cuentas morales con Dios y la sociedad. Allí escribió las cartas que trimestralmente recibía su hermano; allí redactaba las esquelitas para incitar al juez y al escribano a que embrollaran los pleitos de Pepe Rey, allí armó el lazo en que este perdiera la confianza del Gobierno; allí conferenciaba largamente con D. Inocencio. Para conocer el escenario de otras acciones cuyos efectos hemos visto, sería preciso
seguirla al palacio episcopal y a varias casas de familias amigas.

No sabemos cómo hubiera sido doña Perfecta amando. Aborreciendo tenía la inflamada vehemencia de un ángel tutelar de la discordia entre los hombres. Tal es el resultado producido en un carácter duro y sin bondad nativa por la exaltación religiosa, cuando esta, en vez de nutrirse de la conciencia y de la verdad revelada en principios tan sencillos como hermosos, busca su savia en fórmulas estrechas que sólo obedecen a intereses eclesiásticos. [...]

Doña Perfecta - El sueño de Rosario

Rosario, en su cuarto, duerme. Horrorizada por los acontecimientos, revive en sueños lo que ha visto unas horas antes. Un interesante avant la lettre de literatura expresionista en 1876.
Benito Pérez Galdós: Doña Perfecta, XXIV

[...]
Al fin se aletargó. En su inseguro sueño la imaginación le reproducía todo lo que había hecho aquella noche, desfigurándolo sin alterarlo en su esencia. Oía el reloj de la catedral dando las nueve; veía con júbilo a la criada anciana durmiendo con beatífico sueño, y salía del cuarto muy despacito para no hacer ruido; bajaba la escalera tan suavemente, que no movía un pie hasta no estar segura de poder evitar el más ligero ruido. Salía a la huerta, dando una vuelta por el cuarto de las criadas y la cocina; en la huerta deteníase un momento para mirar al cielo, que estaba tachonado de estrellas. El viento callaba. Ningún ruido interrumpía el hondo sosiego de la noche. Parecía existir en ella una atención fija y silenciosa, propia de ojos que miran sin pestañear y oídos que acechan en la expectativa de un gran suceso... La noche observaba.

Acercábase después a la puerta-vidriera del comedor, y miraba con cautela a cierta distancia, temiendo que la vieran los de dentro. A la luz de la lámpara del comedor veía a su madre de espaldas. El Penitenciario estaba a la derecha y su perfil se descomponía de un modo extraño; crecíale la nariz, asemejándose al pico de un ave inverosímil, y toda su figura se tornaba en una recortada sombra negra y espesa, con ángulos aquí y allí, irrisoria, escueta y delgada. Enfrente estaba Caballuco, más semejante a un dragón que a un hombre. Rosario veía sus ojos verdes, como dos grandes linternas de convexos cristales. Aquel fulgor y la imponente figura del animal le infundían miedo. El tío Licurgo y los otros tres se le presentaban como figuritas grotescas. Ella había visto en alguna parte, sin duda en los muñecos de barro de las ferias, aquel reír estúpido, aquellos semblantes toscos y aquel mirar lelo. El dragón agitaba sus brazos; que en vez de accionar, daban vueltas como aspas de molino, y revolvía los globos verdes, tan semejantes a los fanales de una farmacia, de un lado para otro. Su mirar cegaba... La conversación parecía interesante. El Penitenciario agitaba las alas. Era una presumida avecilla que quería volar y no podía. Su pico se alargaba y se retorcía. Erizábansele las plumas con síntomas de furor, y después, recogiéndose y aplacándose, escondía la pelada cabeza bajo el ala. Luego, las figurillas de barro se agitaban queriendo ser personas, y Frasquito González se empeñaba en pasar por hombre.

Rosario sentía pavor inexplicable en presencia de aquel amistoso concurso. Alejábase de la vidriera y seguía adelante paso a paso, mirando a todos lados por si era observada. Sin ver a nadie, creía que un millón de ojos se fijaban en ella... Pero sus temores y su vergüenza disipábanse de improviso. En la ventana del cuarto donde habitaba el Sr. Pinzón aparecía un hombre azul; brillaban en su cuerpo los botones como sartas de lucecillas. Ella se acercaba. En el mismo instante sentía que unos brazos con galones la suspendían como una pluma, metiéndola con rápido movimiento dentro de la pieza. Todo cambiaba. De súbito, sonó un estampido, un golpe seco que estremeció la casa en sus cimientos. Ni uno ni otro supieron la causa de tal estrépito. Temblaban y callaban.

Era el momento en que el dragón había roto la mesa del comedor.